La sociedad enferma y es tiempo de actuar

Cada día resulta más evidente el aumento de personas que padecen trastornos psicológicos y psiquiátricos, algunos con síntomas muy notorios y otros con signos más sutiles. Esta realidad se oculta tras una aparente normalidad cotidiana que, lejos de ser tal, revela un estado de salud mental socialmente deteriorado.
No se trata de un problema reciente ni exclusivo de la República Dominicana. Es un fenómeno global que avanza con rapidez, afectando especialmente a las zonas urbanas, donde la concentración de personas y el estrés cotidiano crean un terreno fértil para el desequilibrio emocional.
La convivencia social se ve amenazada. El deterioro psíquico, social y moral se convierte en un riesgo real cuando las personas interactúan en espacios públicos: calles, centros de trabajo, escuelas o incluso en el hogar. Muchas de estas personas viven con condiciones que las colocan en una situación de vulnerabilidad, pero también, en algunos casos, pueden representar un peligro latente para los demás y para sí mismas.
Numerosos factores contribuyen a esta realidad: el abuso de sustancias psicoactivas, la violencia doméstica, la sobreexposición a situaciones traumáticas, la pobreza, la mala alimentación, el abandono, las cargas laborales extenuantes, el abuso en la infancia y, por supuesto, los factores genéticos. Todos estos elementos inciden directamente en la salud mental y pueden derivar en múltiples trastornos.
Aunque la ciencia ha avanzado en el diagnóstico y tratamiento de estos padecimientos, todavía persiste una brecha entre el conocimiento técnico y la comprensión popular. Los trastornos mentales suelen ser malinterpretados, minimizados o confundidos con características de personalidad, actitudes voluntarias o simples exageraciones ante el estrés.
La psicopatología moderna, a través de sistemas como el DSM-5-TR y la CIE-11, clasifica de manera rigurosa una amplia gama de trastornos, lo que ha permitido avances importantes en su abordaje clínico. Sin embargo, estos marcos no siempre reflejan cómo se manifiestan estas condiciones en la vida diaria.
Por ejemplo, una persona con trastorno de ansiedad generalizada puede ser vista como simplemente «nerviosa» o «perfeccionista», ignorando el sufrimiento interno que implica vivir en un estado de alerta constante. De igual forma, alguien con depresión mayor puede seguir cumpliendo con sus responsabilidades, mientras lucha con insomnio, pérdida de interés por la vida y pensamientos negativos persistentes. Es lo que se conoce como “depresión enmascarada”.
En los entornos escolares y laborales, es frecuente observar síntomas de trastornos del neurodesarrollo, como el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (TDAH). A menudo, estos niños y jóvenes son etiquetados como perezosos o desobedientes, cuando en realidad están lidiando con condiciones que afectan directamente su capacidad de concentración, organización e impulsividad.
Por otra parte, los trastornos de la conducta alimentaria, como la anorexia o la bulimia, suelen desarrollarse en contextos que valoran en exceso la imagen corporal. Estos comportamientos, que pueden parecer hábitos funcionales, muchas veces enmascaran una profunda lucha emocional que puede poner en riesgo la vida del afectado.
También están los trastornos psicóticos, como la esquizofrenia, que, aunque más visibles en su etapa avanzada, suelen comenzar con síntomas leves: aislamiento, expresiones afectivas inapropiadas o bajo rendimiento. Estos signos iniciales son muchas veces ignorados o confundidos con rebeldía juvenil o estrés.
El trastorno de estrés postraumático (TEPT), que puede surgir tras vivir situaciones violentas o traumáticas, también ha ganado relevancia. Sus síntomas —como hipervigilancia, pesadillas, evasión emocional o flashbacks— afectan gravemente la calidad de vida, aunque la persona intente mantener la funcionalidad en lo académico o laboral.
Los trastornos de la personalidad, como el trastorno límite (TLP), se manifiestan en la vida cotidiana a través de relaciones inestables, impulsividad e intensas fluctuaciones emocionales. Sin embargo, suelen ser malinterpretados desde un juicio moralizante que obstaculiza su tratamiento clínico adecuado.
Frente a esta compleja realidad, es urgente fortalecer la psicoeducación. Promover una cultura de salud mental, basada en la empatía y el conocimiento científico, permitirá detectar signos de alerta, reducir el estigma y facilitar el acceso a tratamientos adecuados.
Lamentablemente, la salud mental sigue siendo una de las áreas más olvidadas por muchos gobiernos. En lugar de aumentar el presupuesto destinado a la prevención, diagnóstico y tratamiento, y abrir nuevos centros de atención, cerraron el hospital Padre Billini en el 2016, o mejor conocido como el 28, dejando desprotegidas a miles de personas y vulnerando aún más a la familia dominicana.
La salud mental no puede seguir siendo un lujo reservado para aquellas familias pudientes, cuyos pacientes son ingresados en exclusivos espacios clínicos. Tampoco debe seguir siendo un tabú. A veces se trata de ocultar estos padecimientos por ignorancia. Pocas personas se atreven a expresar tener contacto con un profesional de la conducta, o un psiquiatra, pues parecería algo reservado una para casta muy inferior.
Es urgente colectivizar su importante para prevenir los casos. Educar y concienciar la sociedad. Es tiempo de actuar. Apoyemos el cuidado, tratamiento y orientación sobre la salud mental. La salud psíquica y emocional nos concierne a todos.
Por Rafael Sanz